sábado, 14 de mayo de 2016

Springsteen y yo es un título muy pretencioso


El primer concierto de Springsteen al que podría haber ido, el 4 de agosto de 1988, me pilló con los quince años por cumplir y a casi 300 km de Barcelona y con unos padres que ni consideraron que yo estuviera pidiendo en serio ir. El siguiente dolió más, porque fue el de Amnistia Internacional, el 10 de septiembre de ese mismo año, y mis primas fueron, pero de nuevo se impuso la sensatez paternal. Lo viví como una pequeña tragedia, quizá la primera tragedia no-sentimental de la adolescencia. 

No recuerdo si hubo alguno entre esos dos y el de 1992, el primero al que fui. Creo que no. La gira del 88 era la de Tunnel of Love y la del 92 fue la de Human Touch / Lucky Town. El concierto al que fui fue el viernes 3 de julio del 92. Mi primer curso de universidad en Barcelona había terminado a mediados de junio. Aquel año las clases y exámenes acabaron antes porque la ciudad se preparaba para las Olimpiadas. Bajamos de Llesp, la memoria es difusa, con mi tía Fina y mi hermano Xepp, es posible que alguien más. Algún percance tuvimos en la carretera que hizo que llegáramos a la Monumental poco antes de que empezara y nos tocara en la parte más alta del tendido de sombra. Se veía lejísimos y se oía peor, y no iba con la E Street Band, pero ¡caray! era mi primer concierto de Springsteen, algo con lo que venía soñando desde que tenía 13 años. Voy a decir que me emocioné cuando tocó Born to Run, porque supongo que la tocó, pero en verdad recuerdo muy poco de aquel concierto. Solo que en algún momento nos levantamos de las banquetas y brazos en alto y lágrimas corriendo por las mejillas berreé alguna canción como si me fuera la vida en ello. 

Tenía la suerte de cara, en diez meses fui a mi segundo concierto. Ese fue en mayo, fue en el Estadi Olímpic y fue apoteósico. Cristina y yo nos plantamos a las cuatro de la tarde en las escaleras de acceso, plagadas de fans y de toda la fauna que poblaba por aquel entonces los alrededores de los conciertos, que teníamos controlada de los cuatro conciertos de El Último de la Fila a los que habíamos ido en febrero. Los reventas, el argentino que vendía fotos en papel, los hippies, todavía no eran perroflautas, ni okupas, ni pakis, que vendían cerveza ¿fresca? que guardaban en carritos de la compra. Cuando abrieron los accesos corrimos escaleras arriba, pasillos adentro, escaleras abajo, campo a través, para plantarnos a más de veinte metros de la primera fila. Otros habían corrido más. Nos sentamos en el suelo, salvo los que estaban a pie de valla, casi todos los hicimos. ¡Que quedaban tres horas hasta que empezara el concierto! Pero a las siete a alguien le entró la histeria, la gente empezó a levantarse y apretarse hacia adelante y empezaron dos horas de pesadilla. Estábamos apretados, no corría el aire, y había avalanchas. En una me vi levantada y transportada un metro hacia la izquiera sin tocar el suelo. Luchando por no caer y no separarnos. Por delante sacaban una chica desmayada cada diez minutos. Toda esa pesadilla, a pelo. Sin una canción a la que agarrarte, que te haga emocionar y enloquecer y olvidar que puedes morir aplastada si tropiezas y te caes. Resultado, cuando finalmente empezó el concierto, aguantamos aquella locura durante cuatro canciones y nos rendimos, y agotadas, fuimos hacia atrás. Me encontré a mi futura cuñada con un amigo. Mi hermano y otro amigo se habían ido adelante. Volvieron cuando había trasncurrido más de medio concierto. Mi hermano llevaba la camiseta y la camisa que llevaba encima empapadas en sudor. Me dio la mano diciendo “con esta he cogido a Bruce cuando se ha subido a la valla a saludar al público, le podía haber quitado el anillo de casado”. Tal cual. Habían ido avanzando hasta plantarse en segunda fila centro. Hasta que se cansaron. Me quería morir. 
En esa gira aún no había recuperado a la E Street Band. Llevaba músicos de oficio, bastante apañados, que fueron los únicos que conseguí ver en los dos días que monté guardia frente a Le Meridien, con la tribu de superfans. Dos días de apenas comer, beber ni dormir. Esperando, si ya no verle salir, al menos cruzando el vestíbulo del hotel. Ni eso. Roy Bittan huidizo y gracias. Los músicos sí se dejaban hacer fotos, encantados. Y Brett Anderson abrazado a Justine (u otra chica igualita a ella) entrando atemorizado en el hotel y mirándonos luego desde una ventana de uno de los últimos pisos. Apuesto a que fui la única de los que estábamos allí que reconoció al cantante de Suede. 
No recuerdo si la guardia fue antes o después del concierto, ni recuerdo el setlist, o parte de él, aunque creo que hizo un concierto similar al de julio, con mucho de Human Touch y Lucky Town y un buen puñado de los hits de siempre. Sí recuerdo acabar exhausta, física y emocionalmente. 

Sólo tuve que esperar dos años para asistir al tercer concierto, el más especial de todos. Conseguí entradas por la benevolencia de uno de los amigos de mi hermano, que, quizá, se sintió culpable al saber que yo no lo había conseguido y él sí por colarse. Porque os quejáis de los servidores caídos y las colas virtuales, pero no sabéis las que se liaban en esos años a las puertas de la tienda de discos que hubiera decidido acoger la venta de entradas. La venta de entradas para aquellos conciertos del Tívoli, también en mayo, 1995 fue un despropósito, calle Mallorca a la altura de Balmes medio cortada incluida. Pero conseguí mi entrada, y era buena, platea, fila 20, con Josep Guardiola sentado unos asientos más allá. Presentaba The Ghost of Tom Joad e hizo un concierto austero, guitarra y armónicas, calmado, hasta que al final tocó algún hit (me falta mi diario para completar la memoria) y alguien se levantó y se dirigió al escenario y ese día no fui una mema prudente que se queda inmóvil en su asiento. Ese día me levanté y me apelotoné contra el escenario y esos menos de diez metros serán lo más cerca que probablemente vaya a estar de Springsteen en mi vida, y estuve allí durante las últimas cuatro o cinco canciones, las de bofetada nostálgica. 

Después de aquella maravilla hubo que esperar cuatro años, hasta 1999, pero la espera valió la pena. Bruce volvió a reunir a la E Street Band. El sueño de la adolescente de 13 años estaría completo, por fin. Tenía que ver a Springsteen flanqueado por las guitarras de Steve Van Zandt y Nils Lofgren, con Max Weinberg aporreando la batería, Garry Tallent al bajo, Roy Bittan al piano, Danny Federici a los teclados y por supuesto, Clarence Clemons al saxo. Los otros conciertos habían sido sucedáneos. Deliciosos y apetecibles, pero sucedáneos. Así que compré mi entrada, con las habituales colas de media mañana, para el viernes 9 de abril, en el Palau Sant Jordi. Esta vez no hice cola antes, ni pretendí situarme delante. Entré tranquilamente hora u hora y media antes de que empezara, de sobras, nos situamos por la mitad, lateral izquierdo, holgados, y vi el concierto por las pantallas pero pudiendo bailar, saltar, cantar y desgañitarme todo lo que quise y más. En el sábado de resaca emocional Cristina apareció para convencerme de ir al día siguiente, domingo. Quedaban entradas en taquilla, aunque os parezca imposible. Lo anunciaban en la radio repetidamente. Así que, probablemente fundiéndonos la superviviencia de lo que quedaba de mes, nos plantamos en las taquillas de Aribau y compramos nuestras entraditas al módico precio de 6.000 pesetas, unos 36€. El domingo volvimos a enloquecer. 

Quiero aclarar que a partir del 94-95 había empezado a desengancharme de mi Springsteenmanía. Había mucha música ahí fuera, música que me emocionaba tanto o más, de grupos más pequeños, infinidad de ellos, que daban conciertos más a menudo, a precios más bajos. El grunge y el britpop se disputaban mis oídos y mis bailes nocturnos en el New York, Panam’s, BIPP, Biarritz y otros antros en los que jamás sonó Springsteen (faltaban años para que Coco pinchara Born to run casi al final de su sesión de cierre del Primavera Sound). 
Así que empecé a saltarme algunos de sus conciertos, algo impensable años atrás. Aún acudí fielmente al concierto de 2003, sábado 17 de mayo, en l’Estadi Olímpic otra vez, con Xepp y Eva, y probablemente alguien más. 40€ costaba la entrada general, quién los pillara. Al de octubre de 2006, en el Palau Sant Jordi, la entrada ya a 74€, en ascenso imparable, fui con mi tía Fina, tantos años después del primero, Jaume, y otra Cristina. Eran las Seeger Sessions y lo vi sentada, y poco más recuerdo. Esa fue la última vez que le vi y hace casi 10 años. 

No sabéis las ganas que tengo de que lleguen las 9 de la noche.  

PD: en el tema entradas "coleccionables" hemos ido muy, muy a peor. 

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