domingo, 21 de febrero de 2016

El pop me está abandonando

Dicho así suena a boutade para llamar la atención, y algo de eso habrá, probablemente, y resulta poco creíble si has ido a un concierto de pop/rock por semana desde final de enero y tienes entradas para otros en los próximos meses, más un par de festivales, etc., etc. 
Pero es cierto, al menos en parte, y lo era más hace un par de meses. Algún tropiezo emocional, un resfriado muy fuerte que duró tres semanas, la oscuridad de diciembre, física, no metafórica, el frío, poco este año, pero el frío, me invitaron a acurrucarme bajo una manta a leer. 
Al mismo tiempo, grupos que me gustan o que gustan a gente de cuyo criterio me fío sacaban disco, o canción, y no escuchaba ni una. Los saraos musicales de que tenía noticia me daban, en general, pereza. La perspectiva de salir de casa, estar de pie un par de horas viendo un concierto, bebiendo cerveza fría cuando lo que me apetecía era un té caliente, y saludando conocidos y hablando con amigos significaba horas de lectura perdidas. 

Mi gran pasión, y la primera, es la literatura. O la lectura, por ser menos grandilocuentes. 
Mi madre nos mandaba a dormir después de cenar, nada de tele. Eso sí, carta blanca para leer en la cama una hora más si queríamos. Luego hacía la ronda para apagarnos la luz, que a menudo volvíamos a encender cinco minutos después. Digo volvíamos porque doy por hecho que mis dos hermanos, en sus cuartos, hacía lo mismo. Fuimos lectores voraces. No ver Sandokan nos convertía en parias que no tenían qué comentar al día siguiente en el cole, pero si me importaba poco entonces, imagina ahora, que solo tengo agradecimiento por esa inflexibilidad materna a la hora de ir a dormir. 
Mi primer carnet fue el de la biblioteca del Pont de Suert. Te dejaban sacar dos libros para devolver en quince días. No siempre apuraba el plazo. También nos compraban y regalaban libros, y a partir de los diez o doce años leíamos los de mi madre y los de uno de mis tíos, pero la biblioteca fue nuestra salvación en un pueblo pequeño donde solo se vendía algún libro en el estanco y en una papelería. No tener un libro de reserva para cuando me acabara el que estuviera leyendo me creaba ansiedad. Buscaba por las estanterías alguno que me apeteciera de los que no había leído. O alargaba la lectura hasta que pudiera ir a la biblioteca. Quizá por eso desde que empecé a cobrar un sueldo compro muchos más libros de los que tengo tiempo de leer. Ver esas pilas me tranquiliza. La ansiedad por no leer más rápido es más llevadera que la de no tener qué leer. 

No solemos pensar en las cosas que hacemos por inercia. Pero un día me di cuenta de que siempre he leído, que es probable que de los 365 días del año pueda contar con los dedos de una mano aquellos en que no abro un libro. Porque siempre, al menos, leo un rato en la cama, antes de dormir. De hecho me cuesta dormirme si no he leído, aunque sea  una página. ¡Si hasta leo los sábados del primevera después de haber sobrevivido a Coco, a la vuelta en metro, a la búsqueda de un bar para desayunar!  
En cambio, hay días, semanas enteras incluso cuando estoy de vacaciones, en las que no he escuchado nada de música. Lo que se oye por los altavoces de los bares y tiendas no cuenta. Hablo de escuchar música: tomar un dispositivo reproductor, elegir, o no, un grupo, una canción, una lista, y prestar atención a lo que oyes, aunque estés haciendo otra cosa. 
Puedo no escuchar música. Pero no puedo no leer. 

En estos meses en que me refugié debajo de una manta con un libro por escudo, por algún motivo, en lugar del silencio habitual, preferí música clásica a volumen mínimo. Eso llevó a escoger también la clásica para trabajar. Ir al trabajo por la mañana era uno de los pocos momentos en que escuchaba pop o rock. Así que cuando acompañé a mis padres al concierto de Raimon a l’Auditori fue natural coger un par de folletos con la programación de música clásica y estudiarlos más tarde en busca de algún concierto barato con el que iniciarme. Porque no tengo ni idea de música clásica, eso es así. Pero como con el vino, a fuerza de ir probando aprendes a distinguir lo que te gusta de lo que no. Hay unas selecciones estupendas en youtube de grandes compositores, y un vídeo te sugiere otro. O en spotify, los “artistas similares” son una fuente inagotable. Así que al cabo de los meses ya tienes un par de favoritos al menos. 
Uno de esos conciertos “baratos” fue el 30 de enero. Del ciclo de música de cámara. Compré la entrada esa semana. La platea de la sala 2 de l’Auditori ya estaba casi completa. Fila 15, asiento 1. Última fila, primer asiento del pasillo. Por sacar la cabeza si me tocaba, como efectivamente me tocó, un alto delante. Un cuarteto de cuerda, Quatuor Ebène, y Haydn, Debussy y Beethoven en el programa. Fue maravilloso. En la tercera pieza* del Cuarteto de cuerda en Sol menor, op.10 de Debussy tuve un fugaz Stendhalazo y se me plantó en la cara una sonrisa explosiva y contenida como en el concierto de rock al que había ido el día anterior. En fin, maravilloso. 

Si a todo esto le sumas la lectura del libro de moda, Instrumental de James Rhodes, esto se me antoja el inicio de una bonita amistad. Ese libro se ha convertido en mi guía básica de compositores, obras e intérpretes actuales a los que seguir. La historia personal es terrible, pero su amor por la música clásica es contagioso. He estado mirando la programación de clásica en la ciudad para los próximos meses y ya tengo entrada para un recital de piano en el Palau en abril. 

Soltada la perorata admitiré que es imposible que el pop me abandone. Que seguiré yendo a conciertos al apolo, al sidecar y donde haga falta. Pero que así como algunos periodistas musicales de esta ciudad se han volcado en el reggaeton como alternativa al pop-rock indie y/o underground (para entendernos y resumir), yo he descubierto la sopa de ajo con la clásica, y es un camino que pienso explorar. 

*Mi ignorancia en clásica hace que no sepa cómo se denomina cada parte de una composición, me perdonarán los entendidos. 


Esta semana he estado escuchando esta maravilla.